Fragmentos del Edén

Columna publicada en el periódico EL Día el 15 de noviembre de 2023.


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El otro día perdí un tiempo considerable buscando las llaves de casa dentro del bolso. No es la primera vez que ocurre, pero sí la primera vez que consideré seriamente la posibilidad de lanzar mi bolso por el Puente del General Serrador, y la primera vez que me detuve a pensar en la suma de todos los minutos de mi vida invertidos en la búsqueda de unas llaves dentro de un bolso. La sola idea de calcular una cifra aproximada me dio escalofríos.


La vida en Humanolandia está llena de sinsentidos y el más desquiciante de todos es ese invento del tiempo lineal. Eso de que el nacimiento no sea más que el pistoletazo de salida hacia la tumba, es algo difícil de digerir. Pero lo increíble es que, a pesar de ser conscientes de que nuestro tiempo es limitado, nos atrevemos a usarlo en todo tipo de nimiedades o, peor todavía, de despropósitos que llegan a alcanzar elevadas cotas de infamia (como matarnos unos a otros por un pedazo de tierra o por un puñado de dólares, por ejemplo).


La sensación de pérdida de tiempo (y de paciencia) por no encontrar mis llaves, me llevó a una reflexión acerca de la cantidad de límites y condicionamientos que tenemos en nuestras vidas y de lo imposible que resulta a veces creer aquello de que la voluntad todo lo puede. Y es que hay momentos o situaciones en nuestro día a día que nos llevan a cuestionarnos hasta qué punto tenemos opción o verdadera capacidad de elección. A veces, los condicionamientos son tan fuertes que la libertad se queda sin margen de maniobra. Ni siquiera la actitud es algo que se pueda elegir tanto como creemos.  Y si ya estaba yo pesimista con el asunto, llega el New York Times a mi correo y me remata publicando una entrevista a Robert Sapolsky, un prestigioso biólogo y neurocientífico de Stanford que afirma que el libre albedrío… no existe.


En su último libro (Determined: A Science of Life Without Free Will) este investigador sostiene que creemos elegir nuestras acciones cuando en realidad es la biología, las hormonas, nuestra infancia y las circunstancias de vida las que convergen para generar dichas acciones. Según este prestigioso neurocientífico, actuar de una determinada manera, sabiendo que tienes otras opciones, no demuestra el libre albedrío. Y lo explica con pelos y señales desde un punto de vista biológico y neuroquímico.


Lo curioso es que ese mismo mensaje se ha transmitido desde la noche de los tiempos cuando se nos hablaba del destino o de los propósitos del alma. Nacer con Mercurio retrógrado en Piscis o tener un determinado circuito de neurotransmisores activado de serie es estar hablando de lo mismo, pero usando códigos diferentes. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de entender que venimos tan ‘programados’ ya desde antes de nacer (y nos seguimos programando a lo largo de nuestra vida) que lo del libre albedrío parece más una ‘ilusión óptica’ que un hecho constatable.


Esta dicotomía entre defensores de la libertad o defensores ‘del orden establecido’ me recuerda a la historia de la humanidad contada en la saga de Assassin’s Creed. En ella explican que hace miles de años existió una raza anterior a la humanidad de avanzadísima inteligencia (los Isu), que fue capaz de crear a los humanos como obra de mano barata. En un principio estos primeros humanos estaban desprovistos de sexto sentido y además tenían implantados unos neurotransmisores que eran sensibles a los efectos de la tecnología Isu, conocida en general como Fragmentos del Edén, sometiéndoles así a la voluntad de sus creadores. Pero con el tiempo, el cruce entre los ‘dioses’ y los esclavos dio lugar al nacimiento de una especie híbrida. Estos nuevos humanos estaban libres de neurotransmisores que les obligaran a seguir las órdenes a través de los mencionados Fragmentos.


A partir de ahí, se crea la eterna guerra entre los Templarios, defensores de los que pretenden controlar al ser humano (con el argumento de que es por su propio bien) y los Assassins, los rebeldes que defienden la libertad como camino y el derecho a equivocarse como vía de conocimiento. A mí, personalmente, me resulta infinitamente más estimulante lo que me cuentan los señores de Ubisoft Entertainment S. A. en sus videojuegos que la neurociencia del investigador de Stanford. Que para cuatro días que nos dura esta vida, yo prefiero pensar que soy una híbrida inmune a los Fragmentos del Edén, con un ADN que se lo rifan las altas esferas de las hermandades templarias, antes que una triste carcasa o avatar humanoide lleno de programaciones bioquímicas, incapaz de cambiar sus patrones de comportamiento por su propia voluntad. Y como sé que puedo elegir, pues voy a empezar por comprarme un llavero más grande o un bolso más pequeño, lo que haga falta… con tal de encontrar las benditas llaves a la primera.



© María Pérez 2023

Imagen: GENERADOR DE IMÁGENES DE LA IA DE BING PARA T21/PRENSA IBÉRICA, DESARROLLADA CON TECNOLOGÍA DE DALL·E.

 

 


La amenaza distópica

Columna publicada en el periódico EL Día el 26 de septiembre de 2023.


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He perdido la cuenta de las Newsletters −el boletín informativo de toda la vida− a las que estoy suscrita. En un ingenuo intento de poner orden y concierto en mi correo electrónico, me topé con una de estas publicaciones digitales sobre ciencia y tecnología a la que debí suscribirme para convencerme de que soy capaz de entender un texto científico si me lo propongo (y si he tomado suficiente café).


Como no tenía nada mejor que hacer en ese momento, irónicamente hablando, me puse a leer uno de los artículos y me enteré de que un tipo muy listo llamado Vladislav Zubko (con ese nombre era imposible nacer tonto), doctor en Ingeniería y especializado en tecnología aplicada al transporte, presentó no hace mucho una investigación en la que plantea cómo llegar a Venus y como, mediante una maniobra asistida por gravedad (no tengo ni idea de lo que significa esto) se podría conseguir sobrevolar los asteroides de las cercanías de dicho planeta aportando así datos extra muy interesantes para los responsables de la misión. El siguiente paso en este proyecto −según el artículo− sería conseguir que un equipo de astronautas se embarcara en semejante viaje confirmando así que los cálculos de Zubko son correctos.  Yo creo que para eso ya tirarán de los americanos que son los héroes oficiales de toda misión espacial que se tercie y que suelen salir bastante bien parados siempre y cuando no metan a Matt Damon en la nave.


El estudio de este intrépido ingeniero se ha publicado en Acta Astronáutica, una revista científica que abarca toda temática relacionada con los campos de la física, la ingeniería, la vida y las ciencias sociales relacionadas con la “exploración pacífica del espacio”. Eso dice la Wikipedia. Por lo visto hay gente que va por el espacio explorando agresivamente… y nosotros, aquí, sin enterarnos y preocupándonos por nimiedades como nuestra propia supervivencia.

Esta novedosa investigación se muestra como el germen de planes más avanzados que contemplarían la posibilidad de que haya civiles que acaben disfrutando de este tipo de viajes espaciales tal y como ya se está anticipando para otros destinos de la galaxia más cercanos. Según esta publicación, si los cálculos del ingeniero ruso son correctos, las primeras misiones exploratorias llevadas a cabo por astronautas se podrían producir a partir del año 2029 y se planifican posibles viajes hasta 2050.


Lo que me parece más curioso de todo esto es lo mucho que se empieza a parecer nuestra realidad a esos futuros distópicos de las novelas de ciencia ficción publicadas en los años treinta (Un mundo feliz, de Aldous Huxley), cuarenta (1984, de George Orwell) o cincuenta. En esta última década se publicó Mercaderes del Espacio (1953), escrita por Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth. En esta novela, el protagonista (un reputado publicista) es elegido para llevar a cabo la campaña del Proyecto Venus porque desde nuestro planeta se está enviando a los primeros colonos humanos al planeta amarillo y se pretende que sean las artes de persuasión de masas las que consigan que la euforia turística rumbo a Venus sea una realidad.


El caso es que esta novela también describe una sociedad en la que las grandes multinacionales ostentan todo el poder hasta tal punto que el sistema económico ha devorado al sistema político. En ese mundo (asombrosamente parecido al nuestro) los Señores del Comercio controlan las vidas de todos y cada uno de los habitantes del planeta. La obra es una sátira del capitalismo extremo en la que se convierte a los anticonsumo en rebeldes acusados de terrorismo y sabotaje. Da que pensar. ¿Será el arte de la escritura un mecanismo a través del cual nuestra mente accede a otras líneas de espacio-tiempo?


En 2020 se hizo viral A realidade de Madhu, un libro de la escritora Melissa Tobias, publicado en 2014. La historia describe un 2020 como un año marcado por una pandemia que provoca una crisis sanitaria y una situación caótica que culminará con un cambio en el sistema financiero. La autora cuenta en su blog que durante el proceso de creación de su novela sintió que la historia elegía su propio destino y que no tenía control sobre la trama o los personajes y afirma que “cada artista tiene un tipo de mediumnidad”.


No obstante, y esto es mi opinión (porque esto es una columna de opinión) por muy canalizador que sea el genio creativo, todo en este mundo está marcado por la dualidad, así que el receptor también tiene un papel fundamental en todo esto porque, como dijo Lex Luthor (Gene Hackman) en Superman (1978): "Unos pueden leer Guerra y Paz , y cerrar el libro creyendo que han leído una novela de aventuras; y otros pueden leer los ingredientes de una pastilla de chicle y descifrar los secretos del universo". En cualquier caso, de unos y otros dependerá que las bibliotecas no tengan que mover los libros de distopías postapocalípticas a la sección de Historia Contemporánea.


© María Pérez 2023

Imagen: OtiumZine

 

 


Sueños de grandeza

Columna publicada en el periódico EL Día el 8 de junio de 2023.


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Hace unos años, en pleno boom de los ‘Tony Robbins’, me invitaron a la charla de un ‘speaker’ motivacional. Con el entusiasmo elevado a la máxima potencia durante toda su exposición, el orador instaba constantemente al público a ponerse en pie, dar saltitos o chocar los cinco con el de al lado diciéndole con toda la pasión que se lograra fingir en ese momento: “¡eres un crack!”. Aquellas dos horas de euforia prediseñada se me hicieron eternas. Hasta en tres ocasiones tuve que abrazar al perfecto desconocido que estaba sentado a mi lado y que me miraba con cara de resignación, como diciéndome: “sí, yo tampoco sé qué hago aquí”. Lo que para algunos fue un chute de positividad, para mí fue un mal rato (a mis cinco sentidos, hay que añadirle un sexto muy particular y un séptimo muy sufrido: el sentido del ridículo). Al salir, todo estaba dispuesto para que, con el ‘calentón’ de optimismo en el cuerpo, el público asistente se lanzara a comprar el curso, el taller o el libro correspondiente que les iba a solucionar la vida o con el que iban a poder conseguir todo aquello que se propusieran, siguiendo los ‘nosécuántos’ pasos de rigor.


Pensar que uno puede lograr todo lo que se proponga, con trabajo y actitud positiva es tan bonito como ingenuo. Por norma general, a todos se nos pone la piel de gallina cuando escuchamos las palabras de alguien que acaba de cumplir el sueño de su vida. En esa euforia adrenalínica es cuando se suele soltar, trofeo en mano si puede ser, el típico discurso motivacional en el que aseguran que todo es posible, que querer es poder y que los sueños… si trabajas duro (no vale trabajar normal, tienes que ‘matarte’ a trabajar), se cumplen. Desde su conquistada palestra nos incitan efusivamente, como capitanes de legión arengando a sus tropas, a la lucha encarnizada por aquello que todos merecemos (sea lo que sea) casi que por designio divino. Se nos hace un nudito en la garganta y nos brotan las lágrimas de emoción, aunque la verdad es que elaborar un discurso de este estilo es pan comido para cualquier guionista mínimamente curtido. No quiero decir con esto que muchos de estos alegatos no sean genuinos, pero sí creo que es imprescindible tener en cuenta el contexto porque, en el ‘fragor de la batalla’, se pueden decir auténticos despropósitos que quedan grabados en la mente colectiva como verdades imperecederas porque las dijo una superestrella de Hollywood, un portento de la NBA o el ‘influencer’ de turno.


El cumplimiento de sueños es uno de los mantras típicos del ‘triumphal speech’ pero, en realidad, por mucho empeño que pongamos, unos se conseguirán y otros no. Y está bien. Porque no lograrlo también forma parte del camino y puede ser una experiencia mucho más interesante y fructífera. Para empezar, en el ardor del éxito todos somos buena gente y queremos la paz en el mundo, pero es en la adversidad, en la caída y en el fracaso donde se nos ve el plumero, la escoba y el recogedor. Si queremos saber de qué pasta está hecho alguien, prestemos atención a su comportamiento cuando las cosas le van mal. Empezando por nosotros mismos, ya que nos tenemos más a mano.

Lo cierto es que, en primer lugar, muchas veces ni siquiera sabemos diferenciar los objetivos o las metas, de los sueños, de las fantasías o de las simples fatuidades egoicas. Y, en segundo lugar, la realidad no es lineal, la vida es compleja y los humanos cambiantes (a partir de cierta edad, uno de tus grandes sueños va a ser despertar cada mañana sin dolor de espalda… y lo sabes).


Por otro lado, existe algo llamado “error fundamental de sobreatribución o sesgo de correspondencia” que explica por qué muchas personas que han conseguido algo ‘porque se lo han currado’ piensan que el que no lo consigue es porque no se ha esforzado lo suficiente o porque le falta actitud. Según este concepto básico de la psicología social, a la hora de juzgar nuestros propios triunfos, existe una tendencia a sobrevalorar la capacidad personal y a infravalorar las circunstancias externas (“me lo merezco porque yo lo valgo y a mí nadie me ha regalado nada”). Por el contrario, ante el éxito ajeno, la tendencia es al revés: sobrevalorar lo externo en detrimento de la capacidad personal, incluso atribuirlo a un golpe de suerte (“estaba en el lugar correcto y en el momento adecuado, nada más”).


El paradigma de la libre voluntad nos ha hecho creer que ‘querer es poder’ o que ‘el que la sigue la consigue’, pero ni todo está en nuestras manos ni siempre compensa el precio que pagamos por conseguir un objetivo. Como dijo Cervantes, “cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, ni retirarse es huir ni esperar es cordura”. Luchar ‘a muerte’ por lo que uno quiere puede parecer muy ‘romántico’ pero perder nuestra salud o nuestra paz mental por el camino, no compensa.


Nuestras aspiraciones y anhelos deberían nacer de nuestro potencial creativo y no de nuestras carencias e inseguridades. Hay demasiada gente queriendo brillar y poca iluminando de verdad. Nos empiezan a sobrar las grandes pretensiones porque nos están empezando a faltar intenciones más profundas. Nos sobran ‘speakers’ y ‘celebrities’ y nos faltan más personas de esas que hacen lo imposible por seguir teniendo pequeñas ilusiones diarias en medio de grandes dificultades, esas que están lejos de ser estrellas, pero son antorcha de luz en su entorno y su presencia nos salva la vida, aunque no nos demos ni cuenta. Aunque no se den ni cuenta.  Nos sobran sueños de grandeza y nos falta grandeza en los sueños.


© María Pérez 2023

Imagen: Church Media/Unsplash 

 


Todo lo que nos pasa es arcilla

Columna publicada en el periódico EL Día el 13 de abril de 2023.



Todo lo que nos pasa es arcilla. Quedaría muy bien si confesara haberle dado vueltas a esta frase leyendo a J.L. Borges, pero no es cierto. Fue al escucharle gracias a un reel en Instagram. No es lo mismo, pero siempre es una alegría comprobar que las redes sociales también pueden usarse para cultivar nuestra inteligencia ‘natural’.


El célebre escritor afirmaba en el mencionado reel, que la convicción de que toda experiencia nos es dada con un fin, tiene que ser más fuerte en el caso de los artistas. La humillación, la desdicha o la discordia son para Borges “alimento de los héroes” y nos fueron dadas “para que las transmutemos, para que hagamos, de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiran a serlo”. Para el maestro argentino, todo lo que nos pasa, incluidas las humillaciones, los bochornos y las desventuras, nos han sido dados como arcilla, como materia prima para nuestro “arte” (sea el que sea) y tenemos que aprovecharlo.


Al escucharle, mi mente voló hasta una de esas eternas tardes de verano de principios de los ochenta. Las vacaciones parecían interminables en aquella casa de campo rodeada de naranjos en un paisaje salpicado de higueras centenarias, algarrobos y un lidonero ‘tatuado’ con las torpes inscripciones de una sociedad secreta, inventada por mí para investigar ovnis. Yo tendría unos nueve o diez años.


Una tarde, Manolita (vecina y amiga de mi madre) me invitó a pasar un rato en su casa después de merendar. El suyo era un chalet enorme en el que abundaban los juguetes porque una parte de la casa albergaba una guardería infantil. Entrar en aquella espaciosa vivienda era todo un desafío para mí, ya que suponía cruzar la puerta de entrada y atravesar un jardín custodiado por un enorme dóberman llamado Beltza (negro en euskera) cuya mirada bastaba para cortarme la digestión de las tres últimas cenas. Aun así, acepté la invitación y, tras superar la prueba del Averno y dejarme olisquear por aquella reencarnación del Can Cerbero, al otro lado del infierno de Dante, vi que me esperaba Pablo, el hijo pequeño de la dueña de la casa. Me aguardaba en el umbral con un plan debajo del brazo: una caja con todo lo necesario para crear nuestras propias obras de arte en arcilla.


Recuerdo que elegí una ardilla de entre todos aquellos troqueles de silicona con forma de animalitos del bosque. Me recordaba a uno de los personajes de Banner y Flappy, una serie japonesa de dibujos animados de la época. Los niños de la Generación X crecimos bajo el influjo de aquellas series infantiles en las que los guionistas nipones nos adentraron en los dramas de la existencia humana cargando las tramas con altas dosis de tragedias y desgracias. Si no habíamos tenido suficiente con la huérfana de Heidi, cuya mejor amiga estaba postrada en una silla de ruedas; o con el pobre Marco buscando a su madre por medio mundo sin más compañía que la de un mono, en Banner y Flappy nos contaban la triste historia de una pobre ardilla abandonada que es criada por una gata a la que también acaba perdiendo por culpa de un terrible incendio. Todavía se me pone un nudo en la garganta recordando el episodio en el que unos cazadores le pegan un tiro al abuelo Búho, el sabio del bosque…


La verdad es que no ganábamos para disgustos, pero, aquella tarde en casa de Pablo, dramas y arcilla se fundieron secretamente para que años después, yo encontrara su significado oculto gracias a la magia de las palabras de un sabio. La vida, como bien nos inculcaron los guionistas del país del sol naciente, está llena de dramas y de tragedias, de incertidumbre y de tristeza. Pero, bien sea con nuestras propias manos o con algún ‘molde’, podemos usar toda esa experiencia como materia prima, devolviéndola al mundo convertida en belleza, en arte o en cualquier propósito digno de lo mejor de nosotros mismos. La escritura es mi ‘molde’, pero no es el único. La creatividad humana es un campo ilimitado y hay tantos ‘moldes’ como cabezas.


Hay una frase en El Quijote que dice: “Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si las sienten demasiado, se vuelven bestias…”. Existen situaciones o estados mentales que nos pueden llevar a ver hormigón armado en lugar de arcilla y, con él, comenzamos a construir un muro infranqueable en silencio que nos va aislando del mundo. Cuando la bestia acecha, yo me acuerdo de Beltza. La dejo olisquear, pero sigo caminando aun con el miedo en el cuerpo porque sé que, al otro lado del abismo infernal, hay una puerta. Y siempre habrá alguien más esperando en el umbral, con un nuevo plan debajo del brazo y dispuesto a recordarme, una vez más, que todo lo que me pasa… es arcilla.


© María Pérez 2023

Imagen: "Within" (Dentro) obra de la artista polaca  Gosia.

 

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Sundrying

Columna publicada en el periódico EL Día el 22 de febrero de 2023.


Los cazadores de tendencias andan al acecho de cualquier nuevo concepto adoptado por algunas de las lumbreras que nos iluminan en las redes sociales desde sus pedestales, encumbrados por cantidades indecentes de fieles seguidores. Cualquier palabra registrada en el delirante diccionario influencer (fuente de inagotable ‘sabiduría’ en estos tiempos de realidades virtuales e inteligencias artificiales) puede ser un filón para creadores de contenido digital.


Un ejemplo de uno de los términos que ha sido carne de #hashtag hasta el infinito y protagonista de memes hasta el más allá es el sundrying: un método de secado de la ropa (natural y ecofriendly) que consiste en dejarla estratégicamente colgada en algún lugar a la intemperie para que la luz solar y el aire extraigan gradualmente toda la humedad de las prendas. No es magia, es ciencia. Es lo que viene siendo… tender la ropa en el balcón, en la azotea o en el tendedero de toda la vida, pero quizás haciéndote algún selfie antes, después o durante el proceso, dejando constancia de que se te empieza a secar también alguna neurona y, por supuesto, se te va la pinza (esta expresión era inevitable).


Estas tonterías del primer mundo, desatan la creatividad de los generadores de memes que no tardan en viralizarse por todo el universo de las redes interconectadas. En este sentido, el tuitero @Javierdoe, advertía desde su perfil: “Cuando hagas #sundrying para secar tu ropa, tienes que preocuparte del #CloudRain porque se te puede #WaterWet la ropa y entonces tienes que gritar #TheClothes! #TheClothes! al ver las primeras gotas y hacer #SpeedRun a buscarla al patio antes de que se moje”. Otro usuario de Twitter agradecía a los millennials su ‘honda sabiduría’ y confesaba: “mis padres siempre han puesto la ropa a secar en la azotea. Ellos lo llaman ‘tender’ pero no sabían que estaban haciendo #sundrying” (@eltivipata). Por otro lado, mientras algunos se han hecho eco de una noticia que confirma la existencia de este nuevo método de secado por parte de la NASA, otros han aprovechado la ocasión para poner a la venta un tendedero con pinzas bajo el epígrafe: “Vendo secadora solar con accesorios”.


Bromas aparte, lo que sí parece ser una tendencia real que va en aumento es el valorar todas aquellas experiencias que no puede aportar la tecnología y, por otro lado, la imperiosa necesidad de utilizar ésta a nuestro favor en lugar de terminar siendo esclavizados por ella.  Tomando como ejemplo el tema que encabeza estas líneas, podríamos decir que tener una secadora en casa puede ser muy útil puntualmente, pero las ventajas de tender la ropa al sol serían la verdadera opción ‘premium’.


Yo no tengo secadora en casa, pero sí dispongo en cambio de una azotea y cada vez que subo a hacer sundrying me siento verdaderamente privilegiada. Reconozco que es una de las pocas tareas domésticas que me gusta y que, además, disfruto. Esa mezcla de sol, viento y olor a limpio; la visita de alguna tórtola o algún pinzón perdido; el sonido de los campanarios del Mercado y de La Concepción; tender o recoger bajo la luz de la Luna llena… son sensaciones y experiencias que me perdería si tuviera (o dependiera) de una secadora. Por no hablar de las historias que me invento observando a los vecinos del edificio de enfrente mientras cuelgo y descuelgo prendas (les he puesto nombre a algunos: la chica rubia que siempre sale al balcón a fumar, se llama Marilyn Winston; el señor con bigote que siempre se toma el café mirando por la ventana, se llama Mr. Finestra y el chico que se asoma siempre sin camiseta se llama… ¡Jesús!).


La cruda dualidad nos tiene siempre girando en el mundo de los pros y los contras. Por eso nos puede parecer que la tecnología nos avanza por un lado y nos atrofia por otro, pero… no es ella, somos nosotros y nuestra eterna dificultad para discernir cuándo utilizarla (y para qué) y cuándo no. Un constante proceso de aprendizaje que conlleva, tal vez, el riesgo implícito de que acabemos todos un poquito mal… de la azotea.


© María Pérez 2023

Imagen: Barrio de Alfama (Lisboa). www.laguiadelisboa.com

 

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Por un puñado de Emanems

Columna publicada en el periódico EL Día el 21 de diciembre de 2022.


Las luces navideñas han invadido las calles de Santa Cruz. En una de ellas, situadas en el barrio de El Cabo (uno de los más antiguos de la ciudad), hay un banco (de los de sentarse) y junto a él un árbol al que este año le han tocado las luces de color azul. La estampa se vuelve más propia de un cuento de Dickens, a pesar de las suaves temperaturas, cuando cerca de las once de la noche el banco es ocupado por Antonio. A veces se me hace un poco tarde y bajo la basura a esas horas. Entonces le veo, acostado, tapado con una vieja manta y con los ojos ya cerrados. Siempre se quita los zapatos para dormir y los deja perfectamente alineados en una de las esquinas del asiento público. Los zapatos suelen tener aspecto de haberse lavado por última vez antes de la Guerra Civil, pero por la pacífica expresión de su rostro, cualquiera diría que camina sobre algodones.


Le observo desde hace unos seis años. Al principio me causó cierto rechazo porque andaba nervioso por la calle, hablando sin parar con seres imaginarios. Con el tiempo han ido reduciéndose esas misteriosas conversaciones. Es inofensivo, pero muy esquivo. A veces, pide algo para comer en un establecimiento de comidas preparadas (ahí descubrí su nombre). Los italianos que regentan el local, le dan un par de tuppers y se dirigen a él por su nombre. Lo mismo hacen en la panadería de enfrente. A mí me pidió hace tiempo una coca cola y el otro día, en la puerta del estanco de chuches, me preguntó si tendría un euro para comprarse un paquete de "Emanems". Empiezo a sospechar que acude a mí cuando le da un bajón de azúcar.


Este año he llamado en dos ocasiones a los servicios sociales del ayuntamiento. La primera fue para informales de la presencia de una chica joven en la avenida Tres de Mayo que estaba sentada en la acera, con los brazos y la cabeza apoyados en sus rodillas, junto un cartel que indicaba su situación: “estoy sola y embarazada”.  Desde los servicios sociales, me dijeron lo mismo que cuando llamé para preguntar por la situación de Antonio: les tienen ubicados, les han ofrecido alternativas a estar en la calle, pero no pueden obligarles. Es un asunto complejo porque, según las palabras textuales de quien me atendió la última vez (y a quien no pude evitar preguntarle por qué se suelen negar a recibir esa mano que se les ofrece), “han asumido su situación como forma de vida”. Es como si hubieran perdido la capacidad para aceptar que otra alternativa es posible para ellos. Los recursos están ahí, pero no los ven. Y hay casos, en los que las autoridades competentes no pueden obligarles a aceptar una ayuda que rechazan por la razón que sea.


¿Hasta qué punto podría interpretarse esto como libre albedrío?


En un encuentro nacional de arquitectura y arte sacro, celebrado en Brasil en 2017, un artista y teólogo jesuita llamado Marko Ivan Rupnik contó que, en el año 1512, cuando el gran Miguel Ángel finalizó su famoso fresco del techo de la Capilla Sixtina, los cardenales le pidieron que rehiciera un pequeño detalle. Al parecer, el artista había representado el panel de la creación del hombre con los dedos de Dios y Adán tocándose. Los prelados insistieron en que los dedos se mantuvieran separados: el de Dios extendido al máximo y el de Adán con la última falange contraída. La razón era su significado: Dios está siempre ahí, pero la decisión de buscarlo depende de cada ser humano. Si quiere, extenderá su índice hasta tocar a su creador. Si no, podrá pasar toda su vida sin buscarlo siquiera. De ese modo, afirmaba el teólogo, el dedo contraído de Adán representa el libre albedrío.


Los recursos están ahí, pero la voluntad de aceptarlos es nuestra. Parece todo tan fácil… pero no lo es, en absoluto. Porque no hay diferencia entre la realidad y lo que la mente de una persona interpreta con respecto a esa realidad. Entonces, ¿cómo ayudar? No tengo ni idea de cómo se puede cambiar la mente de una persona para que deje de arruinarle la vida. Lo único que se me ocurre es no juzgar. Y quién sabe, quizá me atreva a desearle a Antonio una Feliz Navidad en estos días (a ver qué cara me pone) o tal vez, en 2023 me atreva a preguntarle cuál es su historia. Y quizá hasta me la cuente… por un puñado de "Emanems".


© María Pérez 2022

 

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Memorias de una goda

En un lugar de La Guancha, de cuyo nombre no consigo acordarme, hace ya mucho tiempo, tuve mi primera experiencia gastronómica (y antropológica) en un guachinche. Por si me lee algún neófito en cultura canaria, apuntaré que un guachinche es un establecimiento donde se sirven comidas típicas de la zona y vino del país. Su origen se remonta a los mercadillos que organizaban agricultores y ganaderos en determinadas fechas con el fin de vender sus productos (en especial sus vinos de malvasía) directamente a los compradores ingleses y luego a los consumidores locales. Se dice que el peculiar vocablo desciende de la expresión inglesa ‘I’m watching you!’ (Te estoy observando) utilizada por los anglosajones para expresar que estaban listos para degustar los productos que ‘el mago canario’ (campesino) le ofrecía. Y éste, por lo visto, entendía algo parecido a ‘¿Hay un guachinche?’.

De mi primera ‘Guachinche Experience’ recuerdo mi asombro al descubrir cómo se podía llevar el concepto de ‘comida casera’ a otro nivel. La señora que nos atendió, escribió sobre el mantel (de papel) el menú que nos ofrecía. Imagino que lo hizo para no tener que repetirlo... Después de chuparme los dedos mojando pan de matalauva (anís verde) en el caldito de una humeante sopa de cabra, alternando bocados con un picoteo de quesito tierno y papitas arrugadas con mojo, llegó la hora del postre. Cuando pregunté, la misma señora que había escrito el menú sobre el mantel (en el que también sacó la cuenta), me invitó a levantarme y a que yo misma le echara un ojo a la nevera: “Mira a ver si queda quesillo y algún corneto, mi niña”. Era como ir a comer a casa de la abuela, pero pagando.

Mientras escribo estas líneas se cumplen dos décadas de mi primer aterrizaje en esta bendita isla de Tenerife. Fue un 16 de septiembre cuando llegué para quedarme por tiempo indefinido. Podían haber sido seis meses de estancia, un año o dos… pero el caso es que ya van veinte (¡años!) y todo apunta a seguir prolongando ese estado indefinido. La incertidumbre es una compañera de vida a la que me terminaré acostumbrando. Así que bien podría decirse que vivo en el aire (que no del aire) en una tierra de fuego.

Yo sabía poco de Canarias cuando llegué. Sabía que había buen clima todo el año, camellos (de los de cuatro patas) en alguna parte, muchos plátanos, una cantidad considerable de avistamientos ‘ovni’ documentados, una hora menos… y guaguas en lugar de autobuses. Poco más.

Mi primera palabra en canario fue ‘machango’ y una de las primeras cosas que me sorprendieron nada más llegar fue descubrir que yo, en teoría, estaba en un estado cuántico entre goda y peninsular. Potencialmente era las dos cosas. Estaba, al igual que la duración de mi estancia, indefinida todavía. Lo supe cuando vi un graffiti con un contundente “Fuera Godos” y me explicaron que no tenía nada que ver con la lista de los treinta y tres reyes visigodos que incluía la asignatura de Historia en los tiempos de “Maricastaña”. No, no se trataba de Ataulfo o Recaredo. Se trataba de una denominación despectiva y peyorativa con la que el insular designa al peninsular resabido o enterado. Si vas de listo eres ‘godo’ pero si eres ‘chachi’ eres peninsular (o peninsulara como apunta el humorista canario Manolo Vieira). Así que pillé la indirecta y ‘aflojé el labio’… por si acaso. Porque se dice, se cuenta, se sospecha y, a veces, se confirma que a los canarios no les gusta que nadie les diga cómo tienen que hacer las cosas. Algo que contrasta bastante con el mesinfotisme valenciano, que somos más de decir ‘lo que tú digas’ y luego hacer lo que nos da la gana. Así que, en conclusión: canarios y valencianos podemos presumir de una compatibilidad perfecta.

En cuanto a mi adaptación al clima y a ciertas costumbres canarias en general debo admitir que fue un proceso lleno de anécdotas imborrables en mi memoria. Recuerdo cuando, una mañana, afectada por un gripazo considerable, abrí las ventanas de mi habitación de par en par con la intención de ‘respirar aire fresco’ y, después de un rato observando una extraña ‘niebla amarillenta’ y de sentir que no podía respirar porque tenía una especie de arenilla en la tráquea, alguien gritó a mis espaldas: “¡Pero muchaaacha… cierra las ventanas que hay calima!”.

En cierta ocasión, provoqué unas cuantas carcajadas cuando comenté que me parecía una costumbre muy peculiar eso de ofrecer ropa usada o de segunda mano, sin más, como gesto de confianza (según mi interpretación).  Y es que alguien me había comentado que si pasaba por su casa ese fin de semana, me tendría preparada una ‘ropita vieja’ que seguro que me iba a gustar. Cuando supe que la ‘ropa vieja’ era un plato típico canario, traté de arreglar mi metedura de pata ‘épica’ y, demostrando mis infalibles dotes deductivas, di por hecho que se trataría de un plato de pescado, porque había oído hablar de la ‘vieja’, uno de los peces más apreciados y emblemáticos del Archipiélago. Pues no, era un plato de carne. No daba una. Pasar de goda a peninsular, tenía su dificultad.

En otra oportunidad, quise mostrar mi voluntad de integración utilizando una palabra típica del léxico canario para expresar que hacía frío. Pero en mi cabeza se mezclaron dos términos y en lugar de decir ‘hace pelete’ o ‘hace viruje’, dije algo así como: “¡Pero qué peleje hace!”.  Y puedo prometer y prometo que cuando vas de lista, la mirada de un canario es como un rayo láser que te quita ‘la bobería’ al instante.

Otro de mis momentazos godos fue cuando, en una conversación, comenté que comprarle una ‘chupa’ a un bebé me parecía algo, además de innecesario, poco práctico y un poco friki. En mi mente, me había imaginado al bebé en cuestión vestido con una chupa (cazadora) de cuero. Para más enredo, en Canarias, un chupete es un Chupa Chups o caramelo de palo, y no el pezón de goma para bebés. En fin… aquello era un no parar de conversaciones absurdas.

También me costó encontrarle el tranquillo a eso de utilizar los adjetivos ‘chiquito’ y ‘tremendo’ para expresar justo sus opuestos. Tuve que aprender que ‘chiquito coche’ podía referirse a un coche muy grande y ‘tremendo coche’ a un coche muy pequeño, por ejemplo. También aprendí que ‘fuerte’ se utiliza para enfatizar casi todo (‘fuerte choleo’ merece mención aparte. El verbo cholear, de chola/chancla no tiene desperdicio). Con el ‘ños’ y con el ‘fos’ me confundía bastante. Mientras que el ‘¡ños!’ se utiliza también como énfasis, el ‘¡fos!’ se usa como expresión de asco. Así que decir ‘fos que risa’… no tenía la más mínima gracia.

Sin embargo reconozco que, como soy un poquito ‘pastelosa’, me acostumbré enseguida a eso de ser la niña de todo el mundo (“hola, mi niña”, “hasta luego, mi niña”, “claro, mi niña”…). Ahora bien, si delante del ‘mi niña’ se pronunciaba un ‘mira’ (con la ‘a’ bastante alargada), era mejor huir. Pero como después del “Miraaa, mi niña”, viniera la frase “una cosita te voy a decir”, entonces había que huir… lo más lejos posible.

En fin… el anecdotario es tan extenso que daría para un par de volúmenes de ‘Memorias de una goda’. Y ahora en serio, muy en serio: creo que al final me he terminado enamorando de esta tierra. Y razones no me faltan.

Creo que existen lugares en los que la fuerza del destino parece retumbar directamente en el corazón. Son lugares que actúan como gigantescos amplificadores, como catalizadores de ilusiones, de sueños… y también de miedos. Tenerife es para mí uno de esos lugares. No se puede esperar menos de una tierra regida por un majestuoso volcán llamado Teide, nombre castellanizado del vocablo guanche ‘Echeyde’: boca del infierno, o también: morada del maligno.

Poco importa la traducción exacta porque todas hablan de lo mismo: del terror que provoca enfrentarse a la imponente belleza destructora de un paraíso con entrañas de fuego.  Y es que el pico más alto esconde el abismo más oscuro. Ese es el misterio del Teide: nuestro propio descubrimiento. No hay luz sin sombra. No hay sombra sin luz. Por eso en Tenerife, puedes conquistar el secreto de la resurrección: la capacidad del ser humano para reinventarse a sí mismo, resurgiendo de sus propias cenizas.

Tal vez sea ese el verdadero propósito del misterio griálico: reconocer nuestra propia divinidad. Reconocer nuestro propio vórtice interior, ese desde el cual podemos llegar hasta lo más alto o adentrarnos en lo más profundo. Todos llevamos un "Teide" dentro. Por eso, cuando pones un pie en la mágica isla de la ‘montaña blanca’, estás dando un paso hacia la boca del infierno para reencontrarte contigo mismo en el paraíso.  Definitivamente, éste es un lugar del planeta de cuyo nombre... sí quiero acordarme.

Columna publicada en el periódico El Día  el 22 de Septiembre de 2022.

© María Pérez 2022

El filósofo masticable

El filósofo y matemático británico Bertrand Russell, considerado un auténtico monstruo de la lógica, recomendaba adoptar como hábito saludable ponerle un signo de interrogación, de vez en cuando, a aquellas cosas que hemos dado por sentadas durante mucho tiempo. Algunas personas no hemos necesitado desarrollar esta sana costumbre porque ya nacimos directamente bajo el signo de interrogación en la rueda del zodiaco. Hacer y hacerse preguntas ha sido, para muchos seres humanos, el deporte (de riesgo) que más temprano empezamos a practicar. Yo era de las que solía taladrar a ‘porqués’ a los adultos de mi entorno. Algunas de esas preguntas, trascendentales o absurdas, nunca fueron respondidas, otras lo han sido con el tiempo gracias a la experiencia… o a las nuevas tecnologías.

El otro día, contemplando un expositor de chuches en el supermercado, volé por instante hasta 5º de EGB en el momento y lugar exacto en el que me surgió una de esas preguntas que jamás imaginé que podría resolver varias décadas más tarde, desde un teléfono mágico que cabe en un bolsillo:

Era el cumple de Amparito y, como era costumbre en aquella época (al menos en mi pueblo), el cumpleañero o cumpleañera repartía caramelos a toda la clase para celebrar su día. Eran los tiempos del Sugus y el mundo se dividía en dos bandos: los amantes y los detractores… del Sugus de piña. En España se distribuían en aquel entonces solo cinco sabores: fresa, cereza, limón, naranja… y piña. Cada uno con su color, rosa-fresa, rojo-cereza, amarillo-limón, naranja-naranja y desafiando a los postulados lógico matemáticos de Russell… azul-piña. Evidentemente, me explotó la cabeza haciéndome la gran pregunta que años más tarde convirtió al entrenador José  Mourinho en trending topic: “¿Por qué el Sugus de piña es azul? ¿Por qué? ¿Por qué? No entiendo nada”. Mientras intentaba, sin éxito, despegar de mi paladar aquel híbrido pegajoso, mitad caramelo, mitad chicle con sabor a cualquier cosa… menos a piña, le pregunté a Don Vicente, el maestro, pero no tuvo tiempo de responder. Óscar, el payasete de clase (en todas había uno) se adelantó: “Porque cuando te meten una piña se te queda el ojo de ese color”. Me entró la risa y se me despegó el Sugus del paladar… pero no de mi cabeza. Guarde uno en el bolsillo de mi mochila para seguir investigando en otro momento.

Nunca pude averiguarlo hasta la era de internet, pero lo que sí aprendí rápido era la razón por la que los envoltorios de esta chuche no informaban de la fecha de caducidad: No era necesario. Un Sugus caducado era ese Sugus que había pasado de caramelo masticable a inmasticable trozo de hormigón armado. Si no te habías partido una muela con él, podías usarlo para partir nueces o almendras (MacGyver siempre llevaba uno en el bolsillo, estoy convencida). La dureza de un Sugus caducado solo era comparable al titanio, a la infancia de Marco  o al episodio de Verano Azul en el que murió Chanquete.

Lo que jamás venció el tiempo fue la curiosidad que me llevó, tropecientos años después, a navegar por los mares de Google en busca de una respuesta. Así supe que en 1931, el director general de la empresa chocolatera suiza Suchard inició una investigación en busca de nuevas ideas para diversificar la marca y se encontró en Cracovia (Polonia) un caramelo blando, elaborado a partir de una receta inglesa,  que se podía chupar hasta deshacerse en la boca. Compró la patente por 500 dólares y bautizó el descubrimiento con un nombre derivado de la palabra Suge, de origen escandinavo, que significa “chupar”.

Lo del envoltorio azul no tiene más ciencia que el descarte. Todos los colores que podían asociarse a una piña estaban adjudicados: El amarillo claro estaba ocupado por el Sugus de limón, el amarillo oscuro por el de plátano, el verde por el de menta y el marrón fue rechazado porque podría ser interpretado como chocolate. En un brainstorming de duración inferior a un estornudo (seguramente), se decantaron por el azul oscuro y, en un alarde de creatividad, crearon el Sugus rarito y sin sentido. Si me hubieran consultado a mí, les hubiera propuesto un envoltorio blanco y convertir al detestado Sugus de piña en el Sugus de piña colada, estrella de la casa. Pero ellos se lo han perdido (si alguien de la actual empresa productora de Sugus lee esto… quiero mi comisión, gracias).

Ahora, la pregunta que queda en el aire es otra, mucho más inquietante: ¿Era necesario un Sugus de piña? Hay una posible respuesta que deja a los de la reunión del brainstorming como auténticos genios. Lejos de pensar que este absurdo Sugus confirma la mordaz teoría que el dibujante Quino puso en boca de Mafalda afirmando aquello de que “nunca falta alguien que sobra” (cierta en infinidad de ocasiones), me inclino por la polaridad opuesta.  Y es que, como devota que soy de la cofradía del ‘todo pasa por algo’ y portadora de unas neuronas que salen en procesión rindiendo culto a Nuestra Señora de la Divina Sincronicidad, creo firmemente que todo tiene un sentido que tarde o temprano acabaremos por encontrar o, santo remedio, inventar (para gozo y descanso de nuestras almas). Y con esa firme convicción, tengo la certeza de que el maldito Sugus de piña representa todo aquello que, aparentemente absurdo y carente de sentido, existe con la noble misión de conseguir que nos hagamos preguntas. El Sugus de piña es un puñetero filósofo masticable. The fucking chewable philosopher.

Columna publicada en el periódico El Día  en julio de 2022.

© María Pérez 2022

Houston, tenemos un problema

Existen dos tipos de imprevistos: los ficticios y los reales. Los primeros son el comodín estrella de la baraja de posibles evasivas. Cuando no seamos dignos de encontrar un argumento creíble, cinco palabras bastarán para excusarnos:

“Me-ha-surgido-un-imprevisto”.

Con esta fórmula mágica podemos eludir casi cualquier situación comprometida de la que no queramos saber nada. Si unimos este conjuro a un ‘me pillas en mal momento’, tendremos el tándem perfecto para esquivar amablemente algo tan tedioso como, por ejemplo,  una  llamada comercial inoportuna (suponiendo que existan llamadas comerciales oportunas).

Pero hoy quiero hablar de los otros imprevistos, de los auténticos, de los genuinos y reales. Especialmente de esos que, cuando aparecen, convierten un fracaso en un éxito o una desgracia en un milagro. Y si hay una frase que, en gran parte gracias al cine (acuérdate de Tom Hanks en ‘Apollo 13’), se ha convertido para nuestra cultura en el slogan oficial de cualquier situación imprevista, esa es por supuesto: “Houston, tenemos un problema”. Y precisamente el origen de esta famosa consigna aeroespacial, es un ejemplo perfecto de cómo un incidente fortuito, provoca un fracaso con final feliz. Fue el 13 de abril de 1970, y no en 2001, cuando tuvo lugar una auténtica odisea en el espacio…

Durante su viaje de ida hacia la Luna, la misión Apolo 13 de la NASA detectó y registró una anomalía que obligó al astronauta Jack Swigert a ponerse en contacto urgentemente con el control de dicha misión en Houston. Una luz de advertencia en el panel de control de la nave y un estallido anunciaban la explosión de los tanques de oxígeno en el módulo de servicio. Tras aquel épico Houston, we have a problem, comenzó la gesta/thriller espacial, ya que los problemas se sucedieron uno detrás de otro.

Los tanques destruidos proporcionaban soporte vital a los astronautas, por lo que había que asumir el fracaso de la misión, abandonar el objetivo de realizar el tercer alunizaje tripulado y marcarse una nueva meta con una prioridad absoluta: traer a la tripulación de vuelta a la Tierra, sana y salva. La recuperación de los astronautas haría honor al nombre con el que se había bautizado al módulo de mando del Apolo 13: Odyssey.

Para ello, se improvisó un plan de rescate que consistió en utilizar el módulo lunar Aquarius como bote salvavidas y en aprovechar la inercia del paso por la órbita lunar para obtener velocidad y poder alcanzar nuestro planeta. Así que, tras el Houston  tenemos un problema, vino el Houston tenemos una solución, porque otro fracaso más no les cabía ese día en la agenda.

Aquel revés de la misión lunar terminó siendo un éxito de la historia espacial, además de un ejemplo magistral de gestión de crisis y trabajo en equipo. Por si fuera poco, la revisión de sistemas exhaustiva que se llevó a cabo para determinar las posibles causas de aquel incidente y la experiencia adquirida con el rescate del Apolo 13 permitieron que misiones posteriores alcanzaran el éxito (cuatro misiones más volaron hacia nuestro satélite, beneficiadas de aquella lección aprendida).

Si llevamos el viaje a la Luna a una dimensión psicológica (vamos con la metáfora que ya sé que la estabas echando de menos, mi querido lector), el deseo de alcanzar el astro plateado puede extrapolarse a cualquier objetivo o sueño que nos hayamos propuesto en nuestra vida. Y me viene a la mente una leyenda que contaba el escritor chileno Alejandro Jodorowsky sobre un arquero que quiso cazar la Luna y que, cada noche, sin descanso, lanzaba sus flechas hacia el satélite con la esperanza de dar en el ‘blanco’. Los vecinos comenzaron a burlarse de su 'locura,  pero él siguió, inmutable, lanzando sus flechas. Jamás consiguió cazar la luna, pero se convirtió en el mejor arquero del mundo.

A veces no es el objetivo, sino el camino que recorremos para lograrlo, lo que realmente importa. Un fracaso puede ser la antesala de mil éxitos inesperados porque tiene en común con los imprevistos que ambos pueden estar escondiendo un triunfo mucho mayor del que esperábamos o una lección de vida impagable.

La próxima vez que surja un Houston, tenemos un problema tal vez sea una oportunidad de oro para activar nuestro potencial creativo y replicar con un Houston, tenemos una solución, o para recordarnos que no hay que tenerle miedo al fracaso. Porque quizá no sea tan importante el sueño que anhelamos, sino la persona en la que nos vamos a tener que convertir para conseguirlo. Y porque, al fin y al cabo, no es el objetivo lo que nos define, sino lo que somos capaces de mejorar para ser dignos de alcanzarlo.

Columna publicada en el periódico El Día  el 26 de mayo de 2022.

© María Pérez 2022

El infinito en una sábana bajera

Fotografía de Maarten de Koning.

Fotografía de Maarten de Koning.

De vez en cuando pasan cosas que parecen confirmar que no todo está escrito en cuestiones que dábamos por finiquitadas, por altamente improbables o directamente por imposibles. A veces suceden cosas que ponen en entredicho las estadísticas, las predicciones del mercado, los cálculos de probabilidad o la fría lógica de un algoritmo.

Cuando la filóloga clásica Irene Vallejo decidió escribir un ensayo sobre la historia de los libros y el mundo antiguo, lo hizo consciente de que los auspicios de la mercadotecnia editorial lo iban a sentenciar como un producto muy minoritario (algo para cuatro lectores entusiastas). Sin embargo ‘El infinito en un junco’ (2019) fue un éxito rotundo contra todo pronóstico. Calificado como el ensayo revelación de la temporada, obtuvo una lluvia de premios literarios y más de 150.000 lectores confirmaron que en cuestión de libros tampoco está todo escrito (nunca mejor dicho).

Aceptar que existe un factor X impredecible significa admitir que hay algo que escapa a nuestro control, y eso es algo tremendamente incómodo para los que construyen su realidad a golpe de marketing y estrategia. Para los que no, para los que tenemos por costumbre dejar un espacio en el que la vida ‘hable’, ese componente imprevisible se convierte en una valiosa puerta abierta a la esperanza.

No es necesario que suceda un gran evento para confirmar esta teoría del ‘jamás des nada por sentado ni por perdido porque nunca se sabe’. De hecho, una prueba irrefutable de la existencia de ese principio de lo inesperado puede llegar volando en forma de algo tan trivial como una sábana bajera. Sí, a falta de ese éxito literario sin precedentes que rompa toda lógica del negocio editorial, a mí el Universo me envió… una sábana.

Sucedió el pasado 14 de marzo. La noche anterior, decidí restarle importancia a la llegada inminente de una borrasca llamada Celia y, haciendo uso de una absoluta falta de sensatez por mi parte, se me ocurrió poner una lavadora y tender la ropa en la azotea. A la mañana siguiente, después de una noche de sueño interrumpido por los apocalípticos resoplidos del temporal  que comenzó de madrugada, me armé de valor y, después de maldecir mi mala puntería con la planificación de la colada doméstica, asomé el hocico por el cristal que da a la azotea para contemplar el desastre: una sábana bajera blanca había desaparecido, dos calcetines habían alzado el vuelo y habían aterrizado en el patio del vecino y el trío de sujetadores Morricone (los llamo así porque uno es bueno, otro es malo y el tercero es feo) parecía girar a la velocidad de la luz. Toda la ropa tendida estaba al borde de la locura. Se les iba (literalmente) la pinza.

El rescate iba a ser duro. Borrasca Celia versus Huracán Mary. Abrí la puerta y grité: ¡Qué comiencen los Juegos del Aire! Tras unos minutos de batalla, conseguí entrar en casa con todas las piezas excepto una: la sábana. No encontré rastro de ella en ninguna de las azoteas ni patios colindantes. La di por perdida.

Contar cómo discurrió aquella mañana el trayecto a pie desde mi casa hasta mi lugar de trabajo actual daría para otra columna (desconozco si Celia tiene parientes pero yo me acordé de su madre en cada esquina de la avenida de San Sebastián).

A primera hora de la tarde volví a casa, aprovechando un momento de calma en medio de la ventisca. Abrí la puerta del zaguán destechado pensando en que iba a necesitar una apisonadora para devolverle a mi pelo un aspecto que no recordara tan descaradamente a la melena de Mufasa o a una Mafalda recién levantada. Entonces, la imagen que vi ante mí cortó en seco el circuito de pensamientos banales sobre estilismo y peluquería: allí estaba, colgada de uno de los farolillos del muro… ¡Mi sábana!

Inexplicablemente y contra toda probabilidad, la sábana desaparecida regresó de algún lugar más allá de los alrededores inmediatos de mi azotea. Es más, pudo haber retornado a la zona y haber caído en el patio de algún vecino…pero volvió justo al mío. Y allí permanecimos durante unos instantes mágicos, ella colgada del farol como un fantasma frente a mí y yo, con las llaves de casa en la mano,  contemplándola como un pasmarote y pensando en el grandioso mensaje que me estaba llegando caído del cielo: “no des nada por perdido, lo que ha der ser para ti, encontrará siempre el camino para llegar hasta ti”.

En la película ‘Yo, Robot’ (2004) hay una escena en la que una supermáquina de Inteligencia Artificial repite una frase como un disco rayado: “Mi lógica es innegable”, mientras trata de ejecutar un plan para salvar supuestamente a la humanidad sin importarle las vidas humanas que han de sacrificarse para ello. El catastrófico propósito será interrumpido gracias a Sony, el único robot que ha desarrollado una especie de autoconciencia y de inteligencia emocional, y a Will Smith (como no puede ser de otra manera si de salvar al planeta se trata). 

Esta es una película que he visto por casualidad un par de veces y siempre me llama la atención esa frase de la fría máquina que pretende hacer una escabechina por un supuesto bien mayor: “Mi lógica es innegable’. Lo que me lleva a pensar que los hilos invisibles que mueven nuestro destino no son llevados por una lógica predecible. No todo es tan fácil a  veces como sumar dos más dos. Y si existe un factor al que indiscutiblemente hay que prestarle atención y darle la importancia que mereces es, sin duda, esa brújula que tenemos incrustada en el pecho. Esa bitácora que bombea más rápido cuando quiere marcarnos el norte.

El filósofo norteamericano Sam Keen (autor de ‘Himnos a un dios desconocido’) escribió: “Confía en lo que te conmueve más profundamente”.

No es necesario que pase algo especial para que recordemos la importancia de creer en aquello que nos emociona de verdad, por complicado o difícil que parezca, por inoportuno o desestabilizador que sea. Un hecho cotidiano, puede contener el código de todo lo que necesitamos saber en un determinado momento. Porque el infinito puede estar en un junco… o en una sábana al viento con inquietante libre albedrío.

Columna publicada en el periódico El Día  el 7 de abril de 2022.

© María Pérez 2022

No mires adentro

Yule (Timothée Chalamet). Don't Look Up (No mires arriba), 2021.

Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence). Don't Look Up (No mires arriba), 2021.

Según diversos autores (socorrida expresión que nos delata cuando no recordamos dónde demonios leímos lo que vamos a decir) podría definirse el arte como un espacio donde el alma se recrea, un refugio en el que el ser humano manifiesta su capacidad de expresión y que constituye, como espejo de la sociedad que es, un fiel reflejo de las condiciones y circunstancias del tiempo y del lugar en el que surge.

El arte también es, como decía Picasso, esa mentira que nos permite comprender la verdad, a pesar de que esa ‘verdad’ pueda estar a veces bajo capas y capas de símbolos, metáforas y metalenguajes diversos que cada observador interpretará por su cuenta y riesgo. Porque, aunque el idioma del arte es universal, las proyecciones artísticas se ven impregnadas de la cultura, la ideología, las creencias, la experiencia y el momento vital de cada espectador.

En el cine, denominado séptimo arte desde 1911, la experiencia subjetiva se magnifica por la complejidad y la cantidad de estímulos que confluyen hacia nuestra mente a través de nuestros sentidos. Además, por un lado está lo que queremos o esperamos ver y por otro, lo que podemos ver (lo que alcanzamos a comprender). Y no siempre coinciden. No siempre vemos lo que quisiéramos y, en ocasiones, no siempre queremos ver lo que podríamos ver. (Tiene mucho sentido lo que acabo de escribir aunque haya que darle un par de vueltas, tomándose antes una Biodramina por precaución).

Un ejemplo reciente de cómo una película puede ser interpretada a conveniencia del espectador en múltiples sentidos (algunos de ellos diametralmente opuestos) es ‘No mires arriba’, estrenada en diciembre de 2021. Bajo mi punto de vista (otra interpretación subjetiva) este es uno de sus grandes méritos: una sátira en la que todos pueden encontrar el zasca perfecto para el ‘enemigo’ que mejor se ajusta a su visión de la realidad.

Este polémico film nos presenta a dos científicos: un profesor de astronomía y una de sus alumnas de posgrado, que descubren un meteorito cuya trayectoria va a finalizar en un inminente impacto contra nuestro planeta. Los cálculos les confirman que disponen de seis meses para que el evento les pille confesados y tratarán de advertir a la humanidad, informando a las autoridades políticas y a los medios de comunicación.  Para su desesperación, se encontrarán con una clase política vendida a una gran corporación (que ya tiene previsto como huir del planeta en última instancia) y con unos medios de comunicación que convierten la llegada del aerolito en un espectáculo esperpéntico. Todo esto, resumiendo mucho.

A la hora de extraer lecturas todos se han servido su dosis de autocomplacencia. Donde unos han visto una parodia del gobierno de Trump, otros han visto una incisiva crítica hacia la clase social política en general. Mientras que unos centran su discurso en el énfasis del mensaje de concienciación sobe el cambio climático o la desesperación de la comunidad científica ante supuestos planteamientos negacionistas (palabra tan flexible como reversible), otros han visto un claro tirón de orejas a los científicos que se dejan seducir por el brillo mediático y los aires de grandeza de la industria tecnológica.

‘No mires arriba’ se interpreta como un lema de doble dirección: Por un lado el intento de los poderes fácticos por entretenernos con cualquier cosa con tal de que no despeguemos los ojos de nuestros dispositivos móviles, o también como el grito de guerra de los insurgentes que nos advierte del peligro que conlleva mirar (escuchar) a los de arriba porque solo pretenden engañarnos.

En cualquier caso todo indica que estamos ante una sátira que pretende dar una especie de ‘bofetada coral’ donde no se salva ni el apuntador: el capitalismo, el gobierno, los políticos, los influencers, los multimillonarios frikis de las nuevas tecnologías, las grandes corporaciones…. No se salva nadie y además, (spoiler) es literal.

En ese sentido, tal vez el meteorito no es más que otra metáfora de cualquier verdad que esté por encima de cualquier ideología, posición política, nivel económico o cultural. Una verdad que más pronto que tarde nos estallará en la cara y podría ser perfectamente el hecho de que, nos guste o no, existe un orden superior (vamos a llamarlo Naturaleza) que va a seguir sus ciclos con o sin nosotros. Y nuestra opinión al respecto poco o nada importa porque aquí estamos de paso (recordemos que el pasaporte a la tumba lo tenemos todos adjudicado por nacimiento).

Pero todavía podemos quitar una capita más de la cebolla cinematográfica. Un manto sutil donde suelen esconderse verdades más incómodas o revelaciones sorprendentes. Existe un mensaje más profundo que comienza a dibujarse en la relación entre la astrónoma en ciernes, Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) y Yule, el skater adolescente interpretado por Timothée Chalamet. Dos outsiders que se reconocen y conectan como si siempre hubieran estado juntos. Ella, ha sido silenciada en los medios, ridiculizada en las redes sociales y obligada a permanecer fuera del sistema por su integridad y sentido común como científica y como persona. Él, ha sido rechazado por su propia familia, por tener una concepción espiritual más abierta y trascendente que choca con la religiosidad convencional de ellos. La metáfora del ineludible encuentro entre ciencia y conciencia (espiritualidad) está servida.

Confirma mi teoría la escena de ‘la última cena’. Cuando se acerca el inevitable fin, los protagonistas acaban compartiendo mesa y mantel con un reducido grupo de personas (familia o no) con las que comparten una afinidad más allá de los lazos de sangre. Todos parecen entregarse con aceptación y humildad a ese orden superior que ha decidido su destino final sin preguntarles, y lo único que se les ocurre es entrelazar sus manos reconociendo que rezarían algo si supieran hacerlo. Entonces, el joven skater les comunica que él sí sabe rezar. Y lo hace. La ciencia escucha a la espiritualidad. Y el astrónomo (Leonardo Di Caprio) pronuncia una sentida frase: “En realidad lo teníamos todo. Si lo piensas bien”. Y tanto. Sólo que, para pensarlo bien y darse cuenta de todo lo que tenemos hay un lugar al que debemos mirar. Es ese lugar que ningún poder externo que pretenda controlarnos para su propio beneficio va a querer que miremos nunca. Y hará todo lo posible para que no miremos… adentro.

Columna publicada en el periódico El Día el 27 de enero de 2022.

© María Pérez 2021

Tiempos interesantes

Reibl Klaus

Reibl Klaus

No se sabe con certeza si se trata de un proverbio o de una irónica maldición, ni tampoco el lugar de origen exacto (aunque se supone oriental) de la expresión Ojalá que vivas en tiempos interesantes. Existe un consenso con respecto a su significado que vendría a ser una forma de verle el lado positivo al hecho de estar viviendo circunstancias complejas y/o complicadas. Parece ser que los tiempos de paz, armonía y prosperidad no son propicios para grandes inventos, descubrimientos asombrosos o una inspiración artística destacable. A los seres humanos, por lo visto, se nos dispara la creatividad ante los desafíos que ponen en tela de juicio nuestra propia supervivencia. Si es así, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que estamos viviendo tiempos realmente muy, pero que muy interesantes.

Cuando todavía no hemos levantado cabeza de la sacudida pandémica (sin entrar en el frondoso jardín de las verdades y mentiras que la acompañan), ya está asomando por el horizonte mediático la amenaza de un supuesto gran apagón que nos devolvería durante un tiempo indefinido (días, semanas o quién sabe cuánto) a la Edad Media sin necesidad de máquina del tiempo ni DeLorean con el que regresar al futuro. Pero, por si teníamos poco estrés, como diría Súper Ratón: “No se vayan todavía, aún hay más”. El meteorito.

Por un lado, nos anuncian que en menos de un año, una nave espacial de la NASA se estrellará voluntariamente contra un asteroide con el objetivo de desviar su trayectoria, en una misión calificada como de "defensa planetaria" (se desconoce si la nave estará capitaneada por Will Smith). Y por otro lado, tenemos las predicciones de J.J. Benítez (autor de Caballo de Troya) quien asegura, deseando estar equivocado, que en 2027 nos cae un pedrusco (de talla cósmica XXL) en el Atlántico que va a solventar en un par de días el asunto de la superpoblación en el planeta. España y Portugal quedarían borrados del mapa, por no hablar de Canarias, donde no quedaría ni el apuntador a los tres segundos del impacto.

Tiempos interesantes, vaya que sí. Pero continuemos porque, al estrés de esta incertidumbre existencial, hay que sumarle la ansiedad perpetua en la que vivimos sumidos gracias a la velocidad vertiginosa de los avances tecnológicos. Cuando le teníamos pillado el tranquillo a las redes sociales, llega Zuckerberg con su ‘META’ dispuesto a hacer realidad la Ready Player One de Spielberg. No damos abasto en el mundo ‘real’ y ya nos están presionando para que entremos de pleno en el virtual también. Doble vida, doble trabajo, por el mismo sueldo. Un chollo.

En estos ‘tiempos interesantes’ es realmente difícil mantenerse centrado y enfocado. Todo está diseñado para dispersarnos constantemente. Vivimos en un mundo en el que se ha multiplicado exponencialmente el impacto de estímulos que reciben a diario nuestros sentidos. Nuestro tiempo (lo más valioso que poseemos) es el codiciado elixir que persiguen estas mega corporaciones. Y son capaces de cualquier cosa por conseguir tres segundos de nuestra atención. Nos damos cuenta de sus maquiavélicas estrategias cuando entramos en el ciberespacio en busca de una información concreta y, sin darnos cuenta, nos encontramos sumergidos en una especie de agujero de gusano imparable. Vamos saltando de un impacto digital a otro en una suerte de inercia hipnótica que nos impulsa a hacer clic en estupideces como “Diez cosas que no sabías sobre las empanadas”, “Descubre (en tres sencillos pasos) la causa de tu muerte en tu última vida pasada” o “Qué fue de los Milli Vanilli”.

Cuando venimos a darnos cuenta de lo poco que nos importa toda esa información que acabamos de consumir como zombies sin rumbo, ya es demasiado tarde. Han pasado muchos minutos de nuestro precioso día. Y por si fuera poco, nos duelen las cervicales (más que ayer pero menos que mañana) y se nos han quedado varias neuronas en rompan filas. Porque se nos ve el plumero. El estrés que llevamos nos juega malas pasadas. Tenemos despistes que nos delatan. Sin ir más lejos, a mí me preguntó no hace mucho una señora (joven) en el supermercado algo que confirma mis sospechas.

Juro que es cierto. Yo estaba parada frente al expositor de yogures, debatiéndome entre alguno de los quinientos mil sabores del yogur griego (los griegos siempre se empeñan en hacernos filosofar sobre cualquier cosa) cuando ella se me acercó y me lanzó la inquietante y perturbadora pregunta: “Perdona… ¿en qué año estamos?”. Me quedé por un instante con la mirada fija en la vitrina, mientras pasaban por mi mente todas las teorías sobre roturas en el tejido del espacio tiempo, fallos en la Matrix, universos paralelos y viajeros en el tiempo. Luego, me atreví a mirarla y, tras comprobar que no lucía una indumentaria del siglo XIX, pude expresar un lacónico “¿cómo?”. Ella insistió: “¿Estamos en 2021, verdad?”. Yo ya empecé a dudarlo, pero me armé de valor y conversé con ella hasta que llegamos al fondo de la cuestión. Una cosa es tener el típico despiste de abrir la nevera en casa y no saber a qué venías y otra muy distinta es no saber en qué año estás. Pero al parecer simplemente se le cruzó el cable leyendo la fecha de caducidad de unas natillas.

Quizá estemos ya a tal nivel de saturación informativa, que la nueva normalidad incluya despistes como no saber en qué año estamos, ni qué hacemos aquí. Lo dicho, tiempos interesantes. Por si acaso, no olviden supervitaminarse y mineralizarse.

Columna publicada en el periódico El Día el 11 de noviembre de 2021.

© María Pérez 2021

Invencibles

Cae la noche de un día cualquiera en Santa Cruz. Es la hora perfecta para salir a caminar por la avenida marítima y olvidarse durante un buen rato del ajetreo mundano. Con un buen calzado y una lista de Spotify  ‘empoderante’, salgo dispuesta a activar mi sistema cardiovascular. Pero al Universo, a la Inteligencia Cósmica, a Dios o a quien quiera que sea el guionista de esta superproducción a la que llamamos ‘Vida’, le encantan las sincronicidades…  En el preciso instante en el que suena en mis auriculares la letra del ‘Unstoppable’ de Sia, ese momento en el que dice: “I’m invincible”, aparece frente a mí, un ejemplar de cucaracha en HD Full Equip, tamaño XXL y con unas antenas que dejan a las 5G en ridículo. Entonces, en mi mente se apaga la canción y empiezo a escuchar el cinematográfico grito de “Corre Forrest, corre”.  Un insecto me acaba de humillar con su sola presencia, recordándome la vulnerabilidad de mi especie.

Richard Dawkin, divulgador científico británico (además de biólogo, etólogo y zoólogo) afirmó en una ocasión que una de las lecciones más duras que un ser humano tiene que aprender es que la naturaleza no es cruel, sólo "despiadadamente" indiferente. Cuando leí esta frase por primera vez, me acordé de una de las escenas de la parte final de la película ‘La Vida de Pi’ en la que el protagonista, un indio llamado Pi Patel,  llega moribundo a una playa después de un larguísimo y duro naufragio en el que ha compartido bote salvavidas con otro superviviente: un tigre de Bengala llamado Richard Parker con el que ha tenido que aprender a coexistir para sobrevivir.

El vínculo entre los dos, tigre y humano, parece indestructible por todo lo que han pasado juntos, sin embargo, en cuanto el felino pone las patas sobre la arena, comienza a caminar hacia la selva sin echar la vista atrás, desapareciendo entre la vegetación. El protagonista, agónico,  rompe a llorar ante la ‘despiadada indiferencia’ del animal. “Lloré como un niño —narra la voz en off— no sólo por la emoción de haber sobrevivido. Lloraba porque Richard Parker me había dejado de forma tan indiferente. Me rompió el corazón”.

Pero, ¿es realmente una cuestión de ‘indiferencia’? ¿Acaso no formamos parte nosotros también de esa Naturaleza?

Se habla mucho de la insignificante mota de polvo que somos ante la inmensidad del Universo, pero la visión también puede darse a la inversa si observamos nuestro cuerpo en tamaño microscópico. ¿Y si no se trata de si somos grandes o pequeños? Tal vez seamos infinitos o, como decía Pessoa, seamos del tamaño de lo que vemos y no del tamaño de nuestra estatura.

He recordado mucho esta escena, también por lo que está sucediendo en La Palma. El volcán sigue haciendo estragos en la isla, con esa aparente ‘despiadada indiferencia’ hacia sus habitantes. Cuando pienso en todas esas personas que han perdido sus casas, recuerdo de nuevo La Vida de Pi y las palabras del superviviente del naufragio: “Perdí muchas cosas. Supongo que al final la vida se resume en soltar todo, pero lo que siempre duele más es no tener la oportunidad de despedirse”.

Y es que ahí, por más que formemos parte de la Naturaleza, nos diferenciamos de ella por nuestra capacidad de vincularnos emocionalmente, no solo entre nosotros, sino con todo los que nos rodea. Las cosas no son cosas, son el significado que le hemos dado, y cuanto más significado le damos, más nos cuesta soltarlas. Parece que la Naturaleza nos obliga cada cierto tiempo a volver a nuestra esencia, y lo hace ‘a las malas’ muchas veces, para que no nos quede otra: valorar que estamos vivos. Y si estamos vivos, podremos volver a empezar porque, si nos lo proponemos, somos (se ponga como se ponga la cucaracha) invencibles.

Columna publicada en el periódico El Día el 2 de octubre de 2021.

© María Pérez 2021

El Código Brimnes

Existe un vínculo natural entre la curiosidad y la creatividad. Ambas son capacidades o comportamientos instintivos que, entre otras muchas ventajas, nos han asegurado la supervivencia como especie.

Sobre la curiosidad se han pronunciado a lo largo de la historia  personas tan relevantes como Einstein, que aseguraba no tener ningún talento especial, salvo ser “apasionadamente curioso”. Para el escritor Nabokov,  la curiosidad era la forma más pura de insubordinación, mientras que para el diplomático portugués Eça de Queirós, esta cualidad humana oscila entre lo grosero y lo sublime: “la curiosidad puede llevarte  a escuchar detrás de las puertas o a descubrir América”.

Según la psicología moderna, los bebés no aprenderían nada si no fuera por la curiosidad perceptiva. Por eso pierden el interés acerca de lo que ya conocen y buscan novedades constantemente. Con el tiempo debería desarrollarse lo que los psicólogos denominan curiosidad epistémica, que consiste básicamente en la búsqueda de  conocimiento con el objetivo de eliminar la incertidumbre.

Todo el mundo es curioso por naturaleza. Eso dice la ciencia, aunque a algunos parece que en el reparto nos dieron doble cucharón. En mi caso, la curiosidad es como un dispositivo que, si se activa (y se activa a la más mínima), requiere de cierto autocontrol porque puede llevarme sin darme cuenta hasta la entrada de las mismísimas puertas de Mordor (*) o a la órbita de un agujero negro supermasivo que ríete tú del Gargantúa de Interstellar (*). Estoy muy de acuerdo con la dramaturga Dorothy Parker, conocida por su afilada pluma, cuando afirmaba que el aburrimiento se cura con curiosidad,  pero la curiosidad no se cura con nada. 

No es fácil a veces compaginar una vida convencional con un afán desmedido por saber cómo funciona todo, por qué y para qué. Pero no hay duda de que la curiosidad tiene una gran ventaja, y es que puede convertir cualquier nimiedad del día a día en una gran aventura. Cuando te dejas llevar por la curiosidad, cualquier dato sin trascendencia aparente puede ser un código secreto y una simple palabra común puede albergar un misterioso enigma.

Pero, veamos con un ejemplo real la diferencia entre un ser humano ‘normal’, con un nivel de curiosidad estándar que le permite sobrevivir al día a día, y alguien con la curiosidad subidita de revoluciones (yo misma). Supongamos que el ser humano normocurioso (me acabo de inventar la palabra), necesita una mesita de noche para su dormitorio. Se va a Ikea, elige una mesita, compra la caja correspondiente, se la lleva a su casa, abre la caja, monta la mesita siguiendo las instrucciones y fin de la historia. 

Yo hice casi lo mismo. La diferencia es que antes de abrir a caja en casa, la contemplé durante unos minutos y comencé a hacerme preguntas como: ¿Por qué se llamará Brimnes? ¿Qué rayos significa eso? ¿Por qué los muebles de Ikea tienen nombres tan raros? Dos horas más tarde, la mesita seguía sin montar pero yo estaba feliz en mi papel de agente especial del FBI descubriendo gracias a Google que  los nombres de Ikea son en realidad un código secreto. Cada uno tiene un significado concreto, y siguen un patrón implantado por el fundador de Ikea, Ingvar Kamprad, que creó este sistema para poder controlar mejor el inventario, dada su dificultad para recordar los códigos de barras debido a su dislexia.

De esta manera,  cada sección recibe nombres de un grupo o familia de palabras particular. Por ejemplo, todos los accesorios de baño llevan el nombre de lagos y ríos de Suecia. Las estanterías lo hacen con nombres masculinos (Billy) o de profesiones, etc. Y así, no solo descubrí que mi mesita Brimnes lleva el nombre de un pequeño pueblo de Noruega, también supe que existe un diccionario ikea-inglés elaborado por un tal Lars Petrus, campeón de cubo de Rubik y por lo visto, gran fan de la conocida marca sueca.

Cuando ya pensé que había llegado a la culminación de mi curiosidad epistémica, llegó una amiga y me habló del Feng Shui y del significado que tenían las mesitas de noche en el dormitorio y cómo influyen en nuestro subconsciente. Sin saberlo, según su teoría fengshuidiana, yo estaba preparando mi dormitorio para la entrada en mi vida de una pareja estable (puesto que junto a mi cama ya tenía una mesita y había ido a Ikea para conseguir otra igual). Mis ojos se salieron de sus órbitas. ¿Así que Brimnes podría estar siendo la proyección subconsciente de un potencial compañero de vida? No era del todo descabellado, teniendo en cuenta que antes de conocer la versión del Feng Shui, me obsesionaba la idea de que al abrir la caja, le faltara algún tornillo al mueble… La sorpresa vino cuando al iniciar el despliegue de piezas, descubrí un tornillo de más. Mi Brimnes demostraba un agudo sentido del humor al traer ese tornillo de más… para mí.

Al día siguiente contemplé mi nueva mesita consciente de todos sus posibles significados y simbolismos, de todo lo que nunca hubiera imaginado que un pequeño mueble puede contener y de cuánto me hubiera perdido si hubiera decidido que la curiosidad no me arrastrara hacia la búsqueda de respuestas a mis preguntas.

Dicen que la curiosidad mató al gato, pero no dicen nada de la gata. Quizá ella aprendió a exprimirla hasta sacarle la tinta con la que escribe sus columnas.

(*) Mordor: País ficticio perteneciente al legendarium creado por el escritor británico J. R. R. Tolkien, donde se desarrollan importantes acontecimientos de sus novelas El Señor de los Anillos y El Silmarillion.

Columna publicada en el periódico El Día el 12 de agosto de 2021.

© María Pérez 2021

El Efecto Mariposa

Sucedió una soleada y ventosa mañana en la santacrucera avenida de San Sebastián. Yo caminaba en dirección al Mercado de Nuestra Señora de África cuando mis miopes ojos observaron un revoloteo de color naranja detrás de un coche aparcado. Me acerqué y vi que, sobre el asfalto, estaba parada una preciosa y delicada mariposa monarca. Mi primer impulso fue acercarme para capturar con mi teléfono móvil aquella belleza que, de manera inexplicable, mantenía sus patas pegadas al suelo.

El contraste del oscuro y áspero asfalto con el colorido y la suavidad de sus alas, me pareció espectacular. En mi cabeza ya se atropellaban las metáforas unas a otras, pero un interrogante las detuvo. Me di cuenta de que algo no iba bien. Madame Butterfly intentaba alzar el vuelo pero algo se lo impedía y, además, comenzó a dar un par de saltos torpes que la dejaron en un lugar de peligro. Si bajaba cualquier vehículo, podía ser aplastada sin remedio.

Un antiguo proverbio chino asegura que el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo. Según este pensamiento, todos nuestros actos y decisiones están conectados y las posibilidades de interrelación son totalmente impredecibles.

Aquel momento se convirtió en ese instante decisivo, que cambiaría para siempre el transcurso de mi día y quién sabe cuántas cosas más. Elegí salvarla o, al menos, intentarlo. Así que me lancé a su rescate y, como no tenía ni idea de cómo agarrar a un ser vivo tan frágil (temía romperle un ala, una pata o una antena), saqué de mi bolso el sobre de una notificación de la Seguridad Social (tanto trámite al fin servía para algo), lo acerqué hasta sus patitas y le dije: “Corre, sube que te atropellan”. Sin duda, aquella mariposa había nacido en la Isla porque me entendió perfectamente. Su obediencia me dio alas suficientes para bautizarme a mí misma como “la mujer que susurraba a las mariposas”. Bajé la calle portando al monárquico bichito con la sacralidad de una procesión del Corpus Christi. No todos los días se tiene un encuentro en tercera fase (y me refiero a la crisis sanitaria) con un lepidóptero (sí, lo acabo de buscar en Google).

Aquel diminuto ser alado parecía ejercer un extraño poder sobre todas las personas con las que me cruzaba: me miraban con asombro, sonreían con los ojos y algunas, incluso se acercaban y me hablaban. Así fue como entablé conversación con un señor mayor que me ayudó a rescatarla por segunda vez, cuando una ráfaga de viento volvió a dejar a nuestra mariposa en plena carretera. Tras el susto, accedí a entrar en la cafetería más cercana siguiendo el consejo de mi inesperado compañero de salvamento. Allí podríamos intentar darle un poco de agua.

Nada más entrar y pedir un chupito de agua tamaño Playmobil para nuestra amiga voladora, aquella cafetería se convirtió en un auténtico cónclave donde un grupo de personas que no nos conocíamos de nada, comenzamos a interactuar como si perteneceríamos a un comando especial (pero dentro de una película dirigida por Almodóvar): “Seguramente es nuevita y no sabe volar todavía”, decía uno; “Se habrá dado un golpe contra un coche con tanta ventolera”, afirmaba otra; “Dale agüita”; “Cuéntale las patas, a ver si las tiene todas”; “No le des agüita que se mojará las alas y se le pegarán”; “Déjala en una maceta”… y así podríamos haber pasado toda la mañana.

Tras varios intentos fallidos, descarté el agua. Entonces, trepó por mi mano y me miró y, moviendo las antenas, yo sentí que me pedía que la sacara de allí. Y por pequeño que sea un ser vivo, si ha sido capaz de trascender a un estado superior al de capullo (de crisálida, perdón), hay que hacerle caso. Así que, en un arrebato gollumniano (la mariposa es mííía, ella vino a mííí…), le pedí a una camarera un tarro de cristal para poder llevarme a mi mariposa protegiéndola contra el viento. Y así salí de aquella cafetería como si portara el Anillo Único.

No tenía ni idea de por qué razón aquella monarca no podía volar, pero si iba a morir, tenía que encontrarle un lugar digno. La pequeña huerta que tienen mis vecinos en la parte trasera de su casa, me pareció la solución perfecta. Son una pareja de ancianos con los que nunca he mantenido gran conversación, pero el efecto mariposa (*) lo cambiaba todo. Mi vecino me abrió la puerta sorprendido por la inesperada visita, pero en cuanto le conté lo sucedido, me quitó el tarro de las manos con la ceremoniosidad de un caballero templario recibiendo el Santo Grial.

Desde mi ventana vi cómo dejaba a nuestra protagonista sobre unos geranios en aquel pequeño parterre comunitario que comparten algunas de las antiguas casitas de la zona del mercado. El  medio abandonado jardín tiene por guardián un enorme y longevo laurel de indias que, además, ejerce como complejo residencial ornitológico. Aquel lugar, que tengo la suerte de poder contemplar desde mi cocina, me pareció más mágico que nunca.

El anciano caballero alzó la vista y me regaló una sonrisa llena de orgullo y satisfacción (ahora el ‘monarca’ parecía él) y me alzó su dedo pulgar en señal de “misión cumplida”. Aquella mariposa, con su batir de alas incompleto y sus torpes saltitos había cambiado muchas cosas en un instante.

Quién sabe el alcance de las consecuencias de aquel pequeño rescate. Quién sabe el alcance diario de nuestro propio batir de alas invisibles. Quién sabe… si no estaremos cambiando el mundo a cada instante, con cada decisión que tomamos, en un constante e infinito efecto mariposa (*).

(*) El Efecto Mariposa es un concepto que comenzó a despegar a partir de 1972, cuando el matemático y meteorólogo Edward Lorenz pronunció su célebre frase «El aleteo de una mariposa en Brasil puede producir un tornado en Texas», incluida en una conferencia que impartió durante una sesión de la reunión anual de la AAAS (American Association for the Advancement of Science). Quince años más tarde, el término “efecto mariposa” tuvo un alcance universal gracias a la publicación del bestseller de James Gleick: “Caos: la creación de una ciencia”. Según este razonamiento vinculado a la Teoría del Caos, en un sistema no determinista, pequeños cambios pueden conducir a consecuencias totalmente divergentes.

Columna publicada en el periódico El Día el 1 de julio de 2021.

© María Pérez 2021

Fuera de temporada

El delirio de los ausentes es el título del blog de un amigo malagueño al que sigo en las redes sociales desde hace años. De vez en cuando nos regala, desde su cuenta en Instagram, sus espontáneas y valiosas reflexiones acerca de la vida y, no hace mucho, recordé una conversación virtual que mantuvimos a raíz de una de sus publicaciones, al presenciar una curiosa escena en un supermercado en el que suelo comprar habitualmente.

Me dirigía hacia a la zona de frutas y verduras, después de un interesante paseo por la sección de perfumería y cosmética en el que acababa de descubrir una máscara de pestañas que parecía prometer el reino de los cielos por un par de euros. Pestañas de Ángel era el nombre con el  que alguien, en un estrepitoso arrebato de creatividad e inspiración divina, había decidido bautizar a este producto de maquillaje. Pensé que sería un buen tema para un monólogo de Luis Piedrahita y me lo imaginé en El Club de la Comedia narrando las aventuras de una máscara de Pestañas de Ángel abandonada en la línea de caja de un supermercado, que consigue regresar a su sección de origen volando sobre un paquete de compresas (con alas) con la inestimable ayuda de un Kinder Bueno y una lata de cerveza San Miguel (que donde va…triunfa).

Mi divagación surrealista terminó cuando escuché la voz de dos personas que protestaban por la repetida ausencia de aguacates en su lugar habitual. Cuando una de las empleadas del supermercado les explicó que la ausencia del preciado fruto era debida a que ya se encuentra ‘fuera de temporada’, los dos clientes indignados resoplaron y urdieron un plan que yo pude escuchar, estirando la oreja mientras fingía un apasionado interés por el tamaño de unos limones cercanos a la zona del conflicto. Así supe que maquinaban una expedición secreta a otro supermercado donde corre el rumor de una perpetua presencia de aguacates.

Fue en ese preciso instante, ante aquel delirio por los (aguacates) ausentes,  cuando vino a mi memoria aquella brillante reflexión de El delirio de los ausentes porque precisamente comenzaba con esta inquietante pregunta: “¿Te imaginas vivir una vida en la que no pudieras comer aguacate durante todo el año?”.

El versado y sapiente malagueño nos invitaba a considerar, a razonar y a meditar sobre las consecuencias que tendría en nuestra vida aceptar los límites de las cosas, a entender que todo es cíclico en la Naturaleza, que todo tiene su proceso y que existen unas normas, aunque no queramos verlas.

Todo esto me llevó mentalmente a una escena de la película The Matrix (1999) en la que el agente Smith le revela a Morfeo que ha llegado a la conclusión de que la raza humana no se puede clasificar dentro de la especie de los mamíferos, puesto que se comporta como los virus: invade, coloniza, se expande y explota todos los recursos hasta agotarlos.

Nuestro empeño en la consecución inmediata de nuestros deseos, dejando de consumir productos de proximidad y de temporada, genera una huella ecológica sin precedentes. Pero además de la destrucción de nuestro entorno en aras de la productividad y la rentabilidad, nos estamos perdiendo el valor de darle a cada cosa su lugar, su tiempo y su importancia. Nos estamos perdiendo el disfrute de este trayecto llamado Vida que se nos va en un abrir y cerrar… de pestañas de ángel.

Mi amigo concluía con una afirmación contundente que comparto al cien por cien: “No entendemos lo desconectados que estamos de la propia esencia de lo que representamos”. En efecto, no entendemos que existe un ciclo sin fin que lo envuelve todo… aunque nos lo haya dicho El Rey León. Y no entendemos que a nuestro egocentrismo también le tocaría estar, aunque fuese de vez en cuando, fuera de temporada.

Columna publicada en el periódico El Día el 30 de mayo de 2021.

© María Pérez 2021